Andreu Gomila, 25 de abril de 2021
Hasta que tuvo 51 años, Anne Teresa de Keersmaeker, que ahora tiene 60, no dejó de bailar Rosas danst Rosas, una pieza icónica que creó con 23 años y que tiene mucho que ver con la energía del cuerpo joven de una mujer. Hace cuatro años, en una entrevista, la bailarina y coreógrafa belga decía que actualmente no la interpretaría, porque no se siente identificada: “Cada obra refleja cómo te sitúas en el mundo y, después de 34 años, el mundo ha cambiado y yo he cambiado. Mi cuerpo y mis preocupaciones a los 56 años que tengo ahora no son los mismos que cuando tenía 23”. El cuerpo cambia y uno de los retos de los bailarines, sobre todo cuando son mujeres, es poder continuar bailando, encontrar o crear piezas que los representen y que certifiquen su estado.
Pina Bausch, por ejemplo, no dejó nunca de bailar Café Müller, una obra que creó el 1978, con 38 años. Fue con esta pieza, de hecho, la última vez que la vimos en Barcelona, el 2008, y ya tenía 68. Ella, revolucionaria en muchos campos, también lo fue a la hora de hacer bailar cuerpos de edad en sus espectáculos. El mismo año que creaba Café Müller montó Kontakhof con gente corriente de Wuppertal, donde todavía se encuentra su compañía, todos mayores de 65 años. Pina explicaba que vistió bien a todos los intérpretes, con ropas de gala que no usaban habitualmente y que, de golpe, se sintieron más jóvenes, plenos “de amor por la vida”.
¿Cómo cambia el cuerpo de una bailarina? ¿De qué manera le afecta la edad? ¿Por qué bailan? Hemos planteado todas estas preguntas a cinco bailarinas de diferentes generaciones, desde Raquel Klein, que tiene 32 años, hasta Montse Colomé, que tiene 65. No esconden que ser mujer es un hándicap en la hora de sumar años, pero también reconocen que, en las últimas décadas, se han hecho pasos importantes para normalizar las edades del cuerpo. Todas, por cierto, empezaron a bailar empujadas por su madre.
Montse Colomé ha bailado toda la vida. Se inició en la danza de pequeña, a los 5 años, y ya ha hecho los 65. El mes de febrero la pudimos disfrutar en Réquiem Nocturno, de Pere Faura, en el Mercat de les Flors, rodeada de bailarines que eran bailarines y de bailarines que no habían bailado demasiado en escena. “Bailar es una manera de expresarme que necesita mi cuerpo sin usar palabras, y el día que lo dejo de hacer mi cuerpo echa de menos esta relación con la tierra y el cielo, la expansión del cuerpo con el gesto”, dice Colomé.
Baila porque lo necesita. “Bailar me ha dado mucha felicidad y mucha seguridad en muchas cosas”, afirma. Hace diez años que practica yoga y confiesa que baila desde el yoga, que le proporciona “una paz y una elasticidad” que hacen que se mueva de una manera diferente. Sabe que no puede bajar hasta lo más bajo, que no puede saltar: “Pero lo sustituyo por otras cosas”. Puede, siempre, expresarse “desde el lugar más íntimo” de su cuerpo.
En los últimos quince años, apunta Colomé, ha cambiado mucho la manera de percibir el cuerpo de los bailarines, alejándose del canon del cuerpo joven, bello y elástico. Algunos coreógrafos han optado “por el cuerpo 5 sin prejuicios”, para “encontrar la belleza en el cuerpo que sea”. Para ella, la compañía DV8, del británico Lloyd Newson, ha tenido mucho que ver, en todo esto. A pesar de que la mayoría de la gente, admite, todavía no ha dado el paso. “Cuando alguien me pregunta si bailo y los digo que sí, se imaginan El lago de los cisnes. Y cuando ven que hago un metro cincuenta, les cuesta de creer que sea bailarina”, ríe. “En Cataluña somos muy rígidos y quizás la culpa la tiene la sardana, que te hace ir con el culo encogido”, añade.
Colomé es una de las artistas que fundó La Caldera en 1995, muy activa hoy a en barrio de Les Corts, y una gran investigadora. En la década de los 80 se fue a Nueva York y allá se le abrió todo un mundo. Descubrió, por ejemplo, Alvin Ailey, el gran tótem de la danza afroamericana, un referente propio aún ahora. “Cuando me meneo me sale esto”, indica. También ha mirado hacia Sudamérica, y no precisamente el tango. Y no se olvida de Carles Santos, con quien compartió muchas aventuras. Ni del flamenco: “Miguel Poveda me causa trastornos emocionales”, confiesa.
Hace más de treinta años que Colomé baila con Ramón Colomina, que es mayor que ella. No han tenido nunca una compañía, pero no han dejado de bailar nunca juntos. Y asegura que lo continuarán haciendo “hasta que el cuerpo aguante”.
“La edad es un tabú y siempre lo será. A un hombre, a los 50 años, le dicen que tiene buena planta; a una mujer, que es menopáusica y vieja. Es un tema cultural, no solo de la danza”. Sol Picó, entre sonrisas y pasados los 50, habla en plata. Cuando topa con un desconocido y le dice que baila, tiene que aguantar que le pida: “¿Tienes una escuela?” Pues no. La de Alcoy baila y baila cada día. A mediados de marzo llevó Animal de acequia al Mercat de les Flors y tiene la bandeja de entrada llena de proyectos. Ser de dónde es, trabajar donde trabaja, un lugar donde la cultura siempre ha vivido en precario, no le ha condicionado nada a la hora de continuar o no encima los escenarios y pasar a hacer, únicamente, coreografías. “Si fuera alemana, quizás no habría sufrido, pero continuaría bailando. Eso sí, tendría tres asistentes que me lo tendrían todo a punto mientras me caliento”, dice Picó.
Se entrena tres horas al día y necesita estar siempre al 200% para canalizar “esta ansia de bailar y el fuego que me corre por dentro”. “El cuerpo me lo condiciona todo, porque soy muy física: tengo que cuidarlo mucho para que responda”, explica. Aun así, sabe mirar atrás sin nostalgia: “Mi manera de bailar ha ido a mejor”. Y añade: “Como que el cuerpo no me acompaña tanto, cuando salgo al escenario me rodea algo inexplicable y la energía me viene de otro lugar”.
Picó lleva el movimiento a la sangre. Y, desde que su madre la apuntó a danza con 6 años, que no ha parado. De pequeña y de adolescente quedó fascinada por Fama, West Side story y All that jazz: “Todo aquello que me llegaba y veía gente bailando”. “Me pasaba horas en la disco: mis amigas iban a ligar y a mí no me sacaban de la pista”, recuerda. Cambiar Alcoy por Barcelona y descubrir, por ejemplo, Pina Bausch le supuso la apertura de un mundo paralelo que desconocía. De aquí provenía, quizás, El baile (TNC, 2006), una pieza de danza-teatro basada en la novela de Irène Némirovsky que la puso ante Anna Lizaran y que los que la vimos todavía recordamos. Impresionante.
“El cuerpo es un espacio de expresión inmenso que no depende de la edad; la danza es el estado natural con que mejor me sé expresar”, dice la bailarina y coreógrafa. “Y no me puedo quedar quieta, necesito bailar, porque es una cosa que es intrínseca en mí”, añade. El 1994 creó su compañía y ha levantado una treintena de espectáculos, más de uno por año. Pocas jovencitas serían capaces de aguantar su ritmo.
Hace algunos meses, Marina Mascarell puso en marcha una serie de audiciones para su próximo espectáculo, el que hará después de Second landscape. En lugar de anunciar que buscaba bailarines con estas características o aquellas, explicitó únicamente que quería que tuvieran más de 45 años: “Porque si no lo indicas, solo vienen jóvenes”. Les pedía siete minutos de presentación. “Fue muy emocionante, porque te encuentras historias fuertes y gente de 60 años que quiere continuar bailando”, explica.
“Una vez aceptas que el cuerpo cambia, vienen otras formas, ideas y experiencias”, dice la de Oliva. Para ella, con 41 años, “la danza se ha convertido en un estado mental” que puede llevar a cabo con más herramientas que cuando empezaba y era físicamente más potente. Mascarell mira más allá: “Las rodillas o la espalda ya no aguantan tanto, pero esto no quiere decir que tengas limitaciones, sino una aceptación: cuando era joven tenía otros límites y los límites no son sino maneras de llegar a algún lugar”.
La edad es solo uno de los rasgos del bailarín. Y quizás no es el más importante. “Así como mi gesto ha ido modificándose, formarme técnicamente y con una compañía como la Nederlands Dans Theater me ha liberado de muchas cosas para encontrar la libertad en un cuerpo que he ido modelando durante todo este tiempo”, explica Mascarell, que hace años vive en La Haya, de dónde es la coreógrafa residente del Korzo Theatre (también es artista residente del Merct de les Flors desde el 2018). Dice que ha cambiado radicalmente su manera de bailar. Ahora, asegura, es más orgánica, escucha más y aprecia las diferencias. “La conciencia corporal va creciente”, afirma
Dedicar la vida a bailar, en su caso, no fue una decisión consciente, sino que aconteció de manera natural. Iba a clases desde los 3 años y todavía recuerda “el placer” que le proporcionaba cada sesión. Y pasó de ser una fan de Nacho Duato a serlo de William Forsythe y Anne Teresa de Keersmaeker. Y ahora, por ejemplo, es fan de Xavier Le Roy, un coreógrafo que le ha hecho encontrar “la poesía” allá donde no la encontraba.
“La danza me aporta mucho de conocimiento, una sabiduría que va más allá de las palabras, poder estar en el escenario y sentir las energías de otras personas, entender que el cuerpo es la vida”, apunta Mascarell. La danza, además, le ha enseñado a no ser conformista. El cuerpo le obliga. Nunca es el mismo y la conciencia de este cambio la mantiene activa. “La edad es todavía un problema para las mujeres bailarinas, a pesar de que poco a poco la gente está más sensibilizada”, dice.
Cuando proyecta hacia adelante, Nuria Guiu, con 36 años, no piensa tanto en el qué como en el cómo. Tiene claro que le gustaría continuar bailando, trabajando con un cuerpo más maduro, pero no sabe si podrá. Y no por carencia de fuerzas. “Ahora me siento activa, porque bailo, pero tengo la sensación que las cosas no se sostienen y que, además, no se transmiten a lo largo del tiempo”. Y añade: “Vivimos en la sociedad del entusiasmo, del cuerpo concreto, y los cuerpos viejos tienen menos visibilidad”. Su pregunta es: ¿tendrá trabajo de bailarina a los 55 o le conviene enviar un currículum “a la pastelería de debajo de casa”?
Si hay una cosa que lamenta Guiu es que, cuando estudiaba en el Institut del Teatre, no le descubrieran a los bailarines y coreógrafos de aquí mayores que ella. Ni Toni Mira ni Mal Pelo. “Cuando estudiaba, no conocía la gente de aquí y te meten en la cabeza la idea que en Catalunya no hay trabajo, que tendrás que irte”, explica. Así que ella se fue “obligada”. En Mollet del Vallès, de dónde es su familia, había empezado a formarse en ballet clásico y no reniega de él, porque le ha ofrecido la disciplina del cuerpo. Pero “llegaban pocas cosas”. Por eso recuerda perfectamente el día que vino la compañía Senza Tempo. “Fue mi primera experiencia con la danza contemporánea”, dice.
Es curioso que una bailarina y coreógrafa que ha bebido tanto del imaginario popular, como se puede ver en Likes y Spiritual boyfriends, confiese que no vio el final de Grease hasta que fue mayor. Sucedió que corría una cinta de VHS por su casa con la película donde alguien había grabado otra cosa encima justo antes de que Sandy se revelara. Siempre había pensado que era una bobalicona: ¡no la había visto con la cazadora T-Bird!
“Yo tenía mucha energía, una energía desbocada, que no podía controlar”, confiesa Guiu. Siempre ha tirado mucho de esta energía. Con el tiempo ha aprendido a controlarla, a hacerla ir por allí donde quiere. Dice que con el tiempo ha entendido “cómo funciona, cómo se tiene que modular, cuándo hay que seguir lo dice el cuerpo”. Y esto, asegura, lo ha aprendido a través del movimiento.
La danza no es solo la coreografía, sino una manera de ser, de entender el mundo, donde todo, todo, está atravesado por el cuerpo”, asegura. Y los cuerpos hablan. En Spiritual boyfriends, por ejemplo, hace una investigación muy interesante sobre “la representación de los cuerpos”. Habla de “qué roles, qué posturas adoptamos, en la vida: porque el poder te otorga un cuerpo, una posición, y el cuerpo te otorga un poder”. Y sabe, como mujer, que la sociedad la hará recular y avergonzarse. Se vuelve a preguntar: ¿tendrá que renunciar a bailar porque el cuerpo se habrá cansado o porque no tendrá trabajo?
Raquel Klein sabe que está inmersa en un proceso de cambio y que su cuerpo de 32 años, a la vez, está en un punto álgido, porque ha aprendido suficiente (la técnica) y mantiene la potencia física de la juventud (la fuerza). Ha bailado junto a Eulàlia Bergadà, de Paloma Muñoz y de Lipi Hernández, y el año pasado se estrenó como coreógrafa en el Mercat de les Flors de Barcelona con Wu Wei, una pieza que despertó la admiración de mucha gente. Su carrera, pues, se está elevando y, aun así, a veces piensa también en el futuro. ¿Cómo bailará dentro de veinte años? “Será bastante diferente y creo que habrá una parte de madurez que ahora no está, y todo ello, a su vez, será aun un poco más arriesgado”.
“Ahora mismo estoy cambiando y tengo menos el prejuicio de hacerlo bien, de estar dentro del momento”, apunta la bailarina y coreógrafa ibicenca. Ella ya es de una generación que ha podido ver intérpretes de edad en escena, que ha podido crecer con Pina Bausch como gran referente, con Xavier Le Roy, Anne Teresa de Keersmaeker y Olivier Dubois, Mal Pelo y Àngels Margarit. “Cada vez hay una apertura mental mayor respecto a la edad de los bailarines y, en este sentido, se da valor a las personas que han vivido muchas experiencias”, indica. Y añade: “Fuera del cuerpo normativo, vamos a encontrar las fugas”.
Ver el Ballet de Víctor Ullate en el Auditorio de Palma fue, para ella, el momento que la conectó con la danza. Su madre la había apuntado a los 5 años, pero de entrada no le gustó. Prefirió el fútbol y el tenis. Más tarde, la danza le entró por los ojos. No es extraño, pues, que confiese que su imaginario es “museístico”. “Me interesa más el arte que ocupa un espacio, el escultórico, el arte de Richard Serra o Oteiza”, asegura. Wu Wei era talmente esto.
“El sentido del hecho de bailar, según mi parecer, ha ido mutando dependiendo de las necesidades: de estar bien conmigo a la voluntad de proyectarme, hasta la actualidad, en que me pregunto por qué bailamos y cuándo bailamos”, reflexiona Klein. En este momento de pandemia, de la distancia física entre personas, de las discotecas cerradas, entiende que “bailar es un privilegio” reservado, casi exclusivamente, a los profesionales.
“La danza es un arte como cualquier otro, pero con una implicación física y mental que lo aleja de las otras formas de arte”, añade. Cuerpo y mente. Por eso mismo nos habla de la importancia que tiene la relación entre quien hace y quien mira, y el recuerdo que se llevará el espectador. “Todo tiene que ser muy de verdad”, asegura Klein. Y no hay nada que sea más real que un cuerpo.
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